Ese día amaneció nublado. Cosa sumamente rara en esa ciudad permanentemente azotada por el sol, donde todo vivía, día tras día, bajo la fuerza de sus rayos. Salir era afrontar la luz cegadora, y el calor más intenso. 

Frente a su ventana pudo ver un perro callejero que cruzaba desenvuelto y alegre. Sintió un repentino amor por ese rialengo animal. Pensó que ya desde hacía mucho tiempo cada día para él era semejante al otro, vivía una vida inmóvil, dependiendo siempre de la compasión de los demás, de que tuviesen un  momento para atenderlo, para ayudarlo. 

Sin embargo, ese día desde que se despertó tuvo la certidumbre de que algo importante  estaba por ocurrir. No siempre podía saberlo, a veces las sensaciones, las intuiciones era un tanto difusas, vagas, apenas perceptibles. 

Hoy en cambio las señales fueron inequívocamente muy claras. Podía percibir bajo su piel un ímpetu nuevo, las piernas de repente respondieron a sus deseos de caminar, de correr, de bailar. En un espejo de la casa pudo ver su figura erguida, sin ayuda, por primera vez en muchos años. 

Y aunque nunca supo lo que motivó ese milagro, no era un día para hacer preguntas. La mañana de navidad todo podía suceder. Eso se dijo mientras salía a la calle a disfrutar de la suave lluvia que estaba cayendo. 

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La foto es propia.


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