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<center> <h1> Cuando escribo lo hago con el corazón porque cuando se tratan de mis memorias siempre es bueno darle una segunda oportunidad a los hechos acontecidos </h1> </center>
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Han transcurrido varias semanas desde que no la veo, si se suman esas semanas diría que aproximadamente tengo un trimestre que no veo su rostro. Su voz si la he escuchado en las llamadas que me hace, por lo menos dos veces por semana se hace sentir. Pero se me hace extraño de que esta semana no me haya llamado, y esa voz tan granulosa y llena de melancolía me hace falta por lo que me lleva a escribir estas vagas líneas.
Recuerdo esa vez en que aquella negra fue y se sentó en un sillón y se puso a coser, pensativa de la vida. Toda ella, desde su rostro redondo y su nariz ancha, hasta el más ínfimo detalle de su fisonomía hablaba de su bondad, de su generosidad, y de su excelencia de alma y corazón.
Nos miraba con una serenidad sublime a mi hermano y a mi, como orgullosa de sus párvulos que estaban creciendo sanos y fuertes, mi hermano en un rincón de la casa jugando a los carros, y yo descansando de haber armado mi propia guerra con mis soldaditos de plástico, los miraba mientras leía un libro de Mark Twain.
La negra levantó la vista alrededor de la casa inspeccionando el lugar, y viendo el desnudo de aquellas paredes sin frisar, su casa humilde pero ordenada, siempre olía bien. No había desorden, con mano dura enseñó a sus hijos a que cada cosa tiene su lugar.
El festín de aquel humilde y cálido hogar comenzaba, cuando aquel moreno de bigote llegaba a la casa, mi hermano y yo saltábamos de alegría, pues el hombre salía antes de las cinco de la mañana para trabajar y dar una educación a sus infantes. Los querubines y los serafines más de una vez los vi por alrededor de la cocina contemplando la majestuosidad de los olores de la comida de aquella negra, es como si Dios le hubiera colocado en sus manos una divinidad inconmensurable que él más grande de los cocineros conocidos por el mundo envidiaban.
Porque cuando aquella mujer estaba en la cocina la armonía de las especias se hacían sentir en toda la casa; al servir la comida aquella madre y esposa tan abnegada nos llamaba con esa voz dulce y amorosa, nos sentábamos los cuatro, deleitándonos con aquella comida especial. Nadie podía comer hasta que no llegara el moreno de bigote, era nuestra tradición, era nuestro hogar. Y bajo la plenitud de aquella comida nuestro papá hacía las preguntas de rutina, tales ¿Cómo nos fue en la escuela? ¿Si cumplimos con nuestro deberes? y ¿Si estábamos orando? preguntas de un hombre de verdad, luego miraba a su negra y delante de nosotros le estampaba un beso, dándose mutuamente un buen apetito.
La negra al terminar recogía los platos con un amor fraternal, siempre servicial y dispuesta a que los suyos estén bien.
Ya que soy adulto, y más consciente de las cosas que trae la vida, recuerdo que mi hermano y yo anhelábamos los domingos, no lo digo por que eran los días de iglesia, sino porque nuestros padres lo llamaban “Domingos de Café”, para ese tiempo no tenía claro el concepto de felicidad pero si me preguntaban “¿Qué es la felicidad? -yo podía responder claramente que era un domingo de café” en toda la semana a mi y a mi hermano, no nos daban a probar café hasta el día domingo.
todo este ingenio de colocar nombre a un día era porque al moreno de bigote, el sueldo no le alcanzaba para toda la semana, acabándose la comida el sábado la creatividad de la negra era especial para mi hermano y para mi. Todo esto lo hacían para que nosotros siendo apenas unos niños no nos diéramos cuenta de la situación que pasábamos, pero a quién le importa todo esto, después de todo y durante muchos años de mi infancia mi día preferido junto a mi hermano eran los **“domingos de café”.**
Un día iba yo pasando por el cuarto y veo llorando a mi mamá, y estaba llorando con una melancolía misericordiosa, lloraba porque antes de tenerme a mi había perdido un hijo de nueve meses o más ya nacido, su nombre era Josué, ella cada vez que salía el moreno de bigote se metía a su cuarto antes de coser y sollozaba para que mi hermano y yo no la escucháramos, apretaba con sus manos desgastada una foto en blanco y negro, todo esto lo supe, porque ella me lo contó cuando entre en el cuarto me abrazó y me mostró aquel hermano que hoy está en el cielo, yo no tuve que decir palabras algunas, mi mamá poco a poco se fue calmando.
Esa negra tan leal, tan amable y servicial, siempre dispuesta a ayudar al prójimo, y darle de comer al que tuviera hambre, diligente como ella no existen así dos personas en el mundo, nos crió a mi hermano y a mi con templanza y firmeza siempre al lado de su moreno de bigote, hablando con vocabulario pobre, sin saber ni leer ni escribir, pero se encargaron de colocar en este mundo hombres de bien.
> *Aquí me despido, mi teléfono suena mientras tacleo el teclado escribiendo estos párrafos. al leer el contacto que aparece en la pantalla de mi teléfono veo que es la negra de la que les hablo, esta negra es mi mamá.*
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