LA UNION HACE LA FUERZA by gregario

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LA UNION HACE LA FUERZA
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dibujo infantil

El tiempo empieza cuando empiezan tus recuerdos, bastante después del comienzo de tu conciencia. Y los recuerdos son refritos de recuerdos, vivencias posteriores, datos externos que se les pegan. Contando recuerdos se miente, a conciencia. <a href="https://steemit.com/spanish/@gregario/memorable" target="_blank">Tus recuerdos son ficción</a>.

Los niños creen en los Reyes, en Papá Noel, en los ratones, en el ratón que ahora, con profundo mal gusto, llaman Pérez. Creían, antes, en cosas antiguas, pasadas de moda, como el Carlanco y el Viejo de la Bolsa. No era delito, en aquellos días, amenazar a los niños con que un personaje entrado en años y con un saco a las espaldas vendría de vaya a saber dónde para llevárselos, si no comían o no se quedaban quietos. Y aquellos niños tenían, como consuelo, la elaboración de historias con esos personajes oscuros.

El Carlanco, que hasta las piedras arrancaba, vivía en el altillo, aquel cuarto pequeño al que se llegaba por una escalera escarpada, de madera, con baranda. Yo subía de día, con luz, y luchaba contra su dudosa presencia. Y hurgaba entre los trastos, esquivando los rayos de luz que se filtraban entre los muebles patas para arriba, los proyectores manuales, los trapos blancos por encima, extraña y prolífica protección. Extraña protección, digo, porque eran trastos en el altillo, y el polvo estaba a la orden del día. Prolíficos también, porque generaban fantasmas y danzas en la cabecita de humo.

La escalera partía de lo que llamaban galería, vaya uno a saber por qué. Una estancia intermedia entre los cuartos y la cocina y aledaños. Un chorizo largo, enorme para mí, como un océano, como un ambiente abierto pero cerrado. Con techos enormemente altos, y una rara, fresca penumbra. Terminaba en una pared de vidrios, que daba a un cuarto todo de vidrio que miraba al jardín, y tenía libros, me imagino.

Antes del final de vidrio, a la izquierda quedaba el piano, que en aquel momento era negro. Uno podía meter dedo tranquilo, y podía también desplegar un juego de pedales que daban fuelle, para que un rollo de papel perforado trajera un fantasma que movía las teclas y hacía al piano sonar, con el gran Chopín. Siglos después los de la OSE lo copiaron, y comenzaron a cobrar las cuentas de agua con unas tarjetas cuadradas, rectangulares, plagadas de agujeritos cuadrados, cuadrados, y decoradas con una filigrana en verde.

Pasando el piano, a la izquierda de la izquierda, estaban los cuartos. El de mi tía Aidée, que galopó la cirrosis por décadas, tenía una camita rara, con cabecera y pie sugeridos, en cuatro palitos blancos repujados. Y tenía también una colcha blanca y roja, a cuadraditos chiquitos. Bien chiquitos serían, los cuadraditos, que eran chiquitos para un nene chiquito que caminaba a sus anchas por la casa de la Unión, como un explorador solitario.
La mesa de luz de Aidée (que, al final, no pudo con la cirrosis), tenía encima un objeto fascinante. Una virgen de metal, digamos que de Lourdes. La virgen estaba rota, separada de su base. Había que apoyarla con delicadeza para que se quedara ahí paradita, quietita. La virgencita equilibrista daba música, con una llavecita pegada, metálica también y además plegable, que uno debía hacer girar bastante primero, rompiéndose los dedos. Esto, claro, si uno quería oír la musiquita tintibulante clun clan clin por un rato. Si lo que el investigador buscaba era simplemente una muestra, sólo saber el tipo de sonido, sólo recuperar el recuerdo sonoro de una incursión reciente, el dolor en los dedos era evitable. Sólo media vuelta, y oír los acordecitos de lata, cada vez más lentos hasta morir, como mi tía Aidée con su cirrosis, o mi abuelo Marcos con su leucemia, o mi abuela Lola con su tozudez, su compromiso ineludible de esclavizar a Aidée, la de la cirrosis duradera.

El otro extremo de la galería, la otra costa del océano de sombra, era una puertita de vidrio partida en cuatro, con unas cortinitas de voille del lado de la calle, del otro lado, y un pestillo color plata, finito, en el que había que apoyarse fuerte, lastimándose, esta vez, la palma. Después de la puerta cuadriculada, un cuartito con un teléfono. Una cabina telefónica privada. Un teléfono pesado, con un disco de metal y los números repujados en negro, con fondo blanco. Un cable cubierto con un forro de tela, que se quebraba y te dejaba ver los cables que había adentro del cable del telefonote cuadradote, pesado hasta las lágrimas. Te trepabas al taburete, apoyándote en aquellos barrotes transversales tan convenientes, te parabas con temor en el asiento acolchadito y blanco opaco, y alcanzabas el disco del telefonote, que se apoyaba en un soporte de madera al efecto, que sobresalía, cuadrado, de la pared, y tenía un reborde para que el telefonote no se cayera.

Jesús, que para mí nunca fue Jesucito, pasaba a través de la otra puerta del cuartito del teléfono, trayéndo el Espíritu Santo a los apóstoles que dudaban, tan miedosos. Pasaba a través de la puerta de vidrio del lado de la calle, y entraba en el cuartito del telefonote, y repartía llamitas, que los apóstoles depositaban sobre sus cabezas, sacándose de encima el miedo y el frío. Pasaba a través de las puertas, y, aún siendo Jesús, daba miedo. Daba, te digo, mucho más miedo que el Carlanco, que nunca mostró el pelo en el altillo. Los aulliditos como el viento que se depositaban contra el techo de la galería, saliendo de lo alto, de la puerta del altillo, no eran del Carlanco. Eran de un fantasma vestido de blanco, con las sábanas viejas que cubrían los muebles, mucho más parecido al que llaman Jesucito que al Carlanco, que jamás arrancó una piedra.

De la puertita del lado de allá del cuartito del teléfono, había un patio como redondeado, que terminaba en unas barandas. Con la cabecita entre las rejas de la baranda, uno miraba para abajo. El piso del garaje donde se ponía el auto, era de unas baldosas muy típicas, amarillitas, divididas en nueve cuadraditos igualitos igualitos. Y, para llegar a las baldosas tan típicas, igualitas a las de la vereda pero amarillas y no grises, había que bajar una escalera ancha, redondeada, que se hacía más ancha a medida que uno bajaba. Los escalones eran de mármol blanco, e irregulares, más anchos cuanto más cerca de la pared.

El auto se entraba por la misma puerta por la que uno entraba. El auto entraba en la casa, igual que el resto de los moradores, como tal vez entraran los caballos en las casas, cuando no había autos y sí había carros y sus caballos. El portón era enorme, de dos hojas, muy, muy pesado. Ya el pestillo era duro, y después, a empujar fuerte, a tirar fuerte como aquella corvina que casi me tira el agua. Era de barrotes de hierro negro, y después, del lado de adentro, vidrio. El auto entraba y manchaba las baldositas de aceite, qué le vas a hacer.

Y después del auto, o del lugar del auto cuando el auto no estaba, pasando por debajo del patiecito circular de la baranda, y luego de la galería, y luego de la estancia de luz donde seguramente había libros, pasando por debajo de todo el chorizo de casa se llegaba a un lugar abierto, con unas columnas cuadraditas también, pero blancas, que sostenían el cuartito de la luz, de los presuntos libros y también una mecedora. Subiendo un escaloncito se salía de lo cerrado, y se estaba ya en el jardín, aunque todavía bajo techo.

El jardín era grande, pero cerrado. Como un gran patio rectangular con un camino de baldosas en el medio, una pared blanca, descarnada, a la derecha del que entraba o a la izquierda del que salía, y una pared disfrazada de arbustitos del otro lado. Había una fuente, un tanque bajo con agua que tenía una tortuga, unos peces grandes, y una espátula rosada, aunque usted no lo crea, parada casi siempre en una pata, larga, tan larga como la otra pata que mantenía recogida. Lo que no era camino era canteros, de tierra gris, clara, con poco pasto, tal vez algunas flores, hortensias, por qué no.

Al final, uno llegaba a la jaula, al jaulero, a la hija del chocolatero. A la China, al Japón, todos juntos en una reunión. Uno llegaba, digo, a una jaula enorme llena de pájaros, que ocupaba un quinto, digamos, del jardín, y todo su ancho. Dentro había un árbol, y mi abuelo podía entrar sin agacharse. Era grande, mi abuelo. Yo entraba con él, sin darle la mano. Me preocupaba que fuera a darse la cabeza contra el techo de alambrado, que fuera a engancharse los pelos ralos entre el tejido fino de alambre que impedía que los mil pajaritos se escaparan. Les dábamos de comer, revisábamos los nidos, mirábamos los pollitos pura piel, sin plumas, y nos volvíamos.
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