Capítulo 55. El Baco by jgcastrillo19

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Capítulo 55. El Baco
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55
Pasados unos días, Damián, que nunca intercambiaba diálogos con Emilio, aprovechó el momento en el que se cruzaban entre clase y clase por el pasillo del Instituto para dirigirle unas palabras:
—Tengo que consultarte unas cuestiones de léxico latino y otras referentes a la diacronía de algunos giros lingüísticos. No creo que haya en toda Andalucía alguien que, con más solvencia que tú, pueda orientarme.
Damián no pretendía adularlo tan torpemente, pues su intención sólo era decirle que no tenía acceso a otro especialista en Lengua Latina más cercano; a pesar de lo cual, a Emilio en nada le extrañaron los halagos porque engolado y altivo, cerró los ojos mientras sonreía dignamente y arrugaba el cuello:
—Cuando quieras, hombre, cuando quieras. Dime, a ver qué dudas te embargan.
—Bueno, verás, es un poco largo; tendré que tomar apuntes de lo que me digas porque hay de todo, y es muy complicado.
—Si es así, vamos al seminario de Latín y allí nos sentamos tranquilamente. Yo, ahora, tengo guardia; no falta nadie, por lo tanto estaré desocupado.
—Pero yo tengo clase. No te preocupes. Ya tendremos tiempo.
Claudia María y Carlos, que se dirigían a sus respectivas clases, pasaron a su lado y quedaron extrañados de que Damián se dirigiera amistoso al que consideraban, sin ningún motivo, un fascista imperdonable; y todavía comentó Claudia María: —¿Qué hará Damián con ese facha impresentable?
—Seguro que el señor catedrático de Latín intenta comerle el coco —jaleó Carlos irónicamente—; oiremos lo que cuenta cuando salgamos de clase.
Creía Damián haber pasado desapercibido entre el trasiego y griterío de alumnos que iban y venían por los pasillos, y que nadie lo habría visto en conversación con el denostado compañero, por lo que se avergonzó cuando Claudia María, en un instante, cruzó la mirada haciendo una mueca despectiva hacia Emilio, quien nunca entendió el porqué de aquella repulsa desde el primer día en que llegó al Instituto; y mucho menos ahora que estaba encontrando en Damián un refugio donde se le reconocía su valía intelectual, en la que tanto empeño había puesto hasta el punto de polarizar su existencia.
—¿No me adelantas algo? —preguntó Emilio entre satisfecho y herido.
—Así, de memoria, sin tener los papeles delante, no merece la pena. Ya seleccionaré las dificultades, sobre todo de traducción. Te puedo decir que se trata de latín monástico, preliterario. Bueno, me parece a mí; por eso quiero que me asesores.
Damián aseguraba remedio a su peculiar manera de ver las fotocopias del cuaderno de Honorino a través del trabajo de Clara, en las que se atascaba sin poder conseguir una lectura fluida. Y siguió diciendo:
—Se trata del trabajo de una alumna que escribe muchas citas, y algunas de ellas, o están equivocadas o no me explico por qué no las entiendo; por lo que antes de comentárselo, prefiero cerciorarme. Pues, mira, por ejemplo: «feras curabat».
Lacónico Emilio, se precipitó pontificando:
—No tiene ninguna dificultad: «cuidaba las fieras»; depende a quien se refiera.
—Pues eso; tendrás que ver el contexto; y así muchas, como «kordarius», escrito con Ka, y no con Ce; también me ha traído de cabeza la palabra «kordos»; o también, «borra». Por eso desearía que las vieras despacio.
—Pues, lo dicho, trae el trabajo mañana y te lo comento. ¿A qué hora tienes un hueco?
Abrió Damián la carpeta y consultó el horario:
—Mañana no puede ser, no tengo ni una hora libre. Si pudieras por la tarde…
—Por mi parte, ningún inconveniente.
—Te dejo; te dejo porque... oye esos gritos; son mis alumnos de primero, y ya voy tarde. Entonces, mañana en tu seminario de Latín nos vemos.
El murmullo del aula donde entró Damián se cortó de repente mientras que, en la calma, Emilio bajaba solemne por las escaleras atenaceando mentalmente a cuantos en su vida lo habían despreciado. Damián ya no le parecía tan necio; y muy ufano, con el peluquín un poco ladeado, silbó un estribillo hasta que llegó a la sala de profesores a firmar el parte.
Juan, el conserje, que no había visto entrar a ningún empleado, asomó la cabeza para satisfacer la curiosidad sobre quién silbaba y se sorprendió de que don Emilio, tan serio y neandertalense, muy parecido al dibujo mural del seminario de Historia, se solazara con un silbido.
Emilio anduvo alborozado durante el tiempo en que esperó la ocasión de demostrar a Damián su ciencia lingüística y se olvidó de la desoladora concepción de la vida que implacablemente le había impuesto su infancia. Por un día, el tictac de su ritmo se le aceleró tanto que dejó de sentirse en ostracismo, y los relojes no le producían angustia; incluso llegó a venírsele a la cabeza estudiar Psiquiatría para poner en tratamiento a su hermano Andrés, que caminaba hacia la aniquilación inexorable. Se compadecía de sus padres, ya difuntos, y por primera vez reflexionó sobre sí mismo.
Al día siguiente, como Damián se mostraba postinero en su verbo fácil engolando la voz de barítono, ya que soltaba facundia encadenada de oraciones compuestas en todas las reuniones en que pudiera ser admirado, las más influenciables de las profesoras, que se decían feministas, le rieron la gracia de que es mejor un facha inteligente que un progresista tonto y terco cuando, en tertulia improvisada, parloteaban Pepe, Estefanía, a la que llamaban la Negra por lo destacado de su belleza entre las profesoras del Instituto, Nachi, Estrella la mujer de Gervasio, el que casi nunca daba clase porque era «liberao» de un sindicato, Damián, y el otro profesor de esos que escuchan y que nunca hablan, alrededor de la mesa camilla al calorcillo del brasero eléctrico. También parloteó Damián, como un gallo, sobre cualquier cosa, y no dio opción a que nadie criticara su entrevista con Emilio, antes bien, con tal auditorio, se las arregló para que resultara aceptable, y así, desde aquel momento se miró a Emilio con ojos más complacientes, aunque todavía se percibían reticencias cuando se acercaba a este grupo que, muy animado, enmarañaba una conversación doméstica:
«Por lo que cuentas —se interesaba Estrella, dirigiéndose a Nachi—, tu marido es una joya; Gervasio no sabe ni freír una patata. Hasta que yo no llego a casa no se mueve ni una sartén en la cocina. Ayer no tuve tiempo para sentarme: lo primero, la comida; tuve que ir al supermercado; mira, mujer, a eso sí me acompaña de vez en cuando, sobre todo cuando cargamos alimentos para una temporada. Me pasé dos horas planchando la ropa y limpiando los cristales, después corregí los ejercicios del tercero jota y preparé una clase; y por si fuera poco, lo que hace él, que es encargarse del coche, por mala suerte me vi obligada a llevarlo al garaje, porque ayer, justamente, Gervasio tuvo que asistir a la manifestación en solidaridad con los pescadores representando al sindicato. Con ese trajín, cuando llegó la noche estaba baldada, me quedé dormida delante del televisor, y cuando me desperté, me lo encontré que estaba esperando, con los niños, a que les hiciera la cena».
En ese momento, Emilio hacía como que leía sobre otra mesa de la misma sala, pero al escuchar a Estrella contar la retahíla con la que ella misma delataba sus contradicciones, a punto estuvo de soltarle que su marido era un dictador insoportable por mucho que se hubiera apuntado a un sindicato llamado de clase; pero se contuvo y se refugió en la composición de un poema en verso libre:
Dice el maldito reloj del Instituto que el tiempo existe.
No hay presente,
ni pasado,
ni futuro.
Su tictac es sempiterno.
Si me despojo
del arco del entendimiento,
no quedan hojas en tu rama.
Si te adueñas de mis sueños
sólo adivino tu imagen
por encarnaduras terrenales.
Palabra tras palabra va volando
y deshojando pensamientos
inquietos,
centelleantes,
de inmadura inflexión inmanente,
sedentes en la cátedra de mitos
ganada tras arduos trabajos
y calamidades,
entre recovecos fugaces
de novedades
del hombre pajarillo vano
que confunde la izquierda con la zurda
para vanagloriarse
de amores y creencias;
porque, en definitiva,
cada uno se deja llevar por donde quiere,
hasta que los elefantes
le pisen los ojos y diga:
¡prosaico padrastro mudo!
¡quita el pie de encima!
Pero los gigantes seguirán pisando
hasta que destripen la barriga y escalden el alma
de un niño asustado.
y en la sangre coagulada y fría,
se grabe una leyenda que diga:
¡Más prosaico tú, padrastro mudo!
¡padrastro de cincuenta mil plumas!
Al terminar el poema, lo releyó y le pareció malo, rasgó la cuartilla, y se levantó a la papelera al tiempo que le dijo a Estrella: 


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«No puedo entender cómo soportas a tu marido. ¡Lo pones a escurrir y te quedas tan fresca! Que se solidarice contigo, que te hace más falta que a los pescadores. Por desgracia, abundan esas aves de rapiña que explotan a la mujer considerándola como una sirvienta elegante en todos los sentidos». Algún que otro escupitajo disparado entre las palabras de entonación más vehemente sorprendió a todos los contertulios, que cristalizaron las sonrisas y enmudecieron paralíticos con las miradas fijas en el centro de la mesa. Como nadie arrancaba siguió despachándose: «Para catalogar a la gente no es preciso fijarse en lo que predica, sino en la observación de su vida cotidiana. Además, la predicación se parece mucho al cacareo. Lo más sorprendente es, sin duda, tu resignación de esposa mojigata —amainó los modos señalando a Estrella para seguir cabeceando suavemente—. ¡Y que estés afiliada a un movimiento feminista y al sindicato de tu marido..! ¡Dais lástima! Ayer le oí decir al profesor Ochoa: “España es un país muy retrasado y es una pena”. En un principio me pareció demasiado duro en su aseveración, pero creo que no se confunde ni un ápice.
Damián se hizo el cómplice con un leve gesto del entrecejo para seguir ganando su confianza.
Emilio cogió su cartera y dejó caer la puerta hasta que se cerrara. Cuando en otras ocasiones hablaba, todo ese grupo grandilocuente lo tomaba a chanza, pero esta vez nadie tuvo contestación exteriorizable y Damián salió tras él, pues no se había atrevido a tomar la iniciativa de ir al seminario a descifrar los latines que tenían pendientes.
Momentos después, sin recuperar relajación su aspecto, entraba el Vasco en la sala con un sobre entre los dedos, leyendo un mensaje que en la conserjería le había dejado Eva, quien desde aquella noche en la que no pudo disimular el llanto, no había vuelto al Instituto porque se cansaba sobremanera, incluso subiendo los escalones de la entrada: le diagnosticaron anemia ferropénica ocasionada por la falta de alimentos y porque las últimas mestruaciones habían sido cuantiosas. El mensaje era un poema:
He llamado al picaporte de tu alma
y en vez de colmarme de besos
me escupiste palabras
huecas a la cara.
Esperando, he gastado mis inviernos
y cuando abrías la portezuela de plata,
cien caballos corrían por mi monte
con penachos de esmeralda.
Aterida y sin sol en el aliento
levanto las alas
para entrar de lleno en los espacios
que deja tu calma.
¡Qué tristeza añil en las entrañas!
¡Qué borrasca pétrea se empecina
en cernirse sobre el alba dorada!
¡Qué orgasmo en gritos cósmicos apaga
un tenaz goteo de agua!
Has tatuado mi mente embelesada
con cipreses, crisantemos, siemprevivas, arco iris…
No debiste abrir tu puerta para luego cerrarla
porque el invierno es largo
y el desierto obscuro
y el camino lento.
y la noche pálida…
El desgarro en el cerebro no sangra
ya que es el dolor mismo el que se desengaña.
¡Puertecita de plata!
¡Puertecita de coral, de azabache, de nada!
Permíteme que te cante
esta canción desesperada!

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